Beth Gibbons y las Noches del Botánico, o la banda sonora de una ruptura. Estrella Morente y Alicante. Jorge Drexler y Madrid. Fat Freddy’s Drop y bailar sentados, con miedo pero, todavía, con esperanza. Portishead y unas navidades, las del 2024, odiosas, tristes, oscuras. Moncloa y años de llegar a casa, de avisar que todo bien. Decisiones que marcan la vida de muchas personas. Aprender a hacer las cosas solo. La mujer más importante de mi vida. Vuelos internacionales cancelados, aplazados, pospuestos. Realizados. Un gif de la Rana Gustavo. Cervezas innecesarias y atunes muertos. Paseos por la zona, miles de mañanas recorriendo el mismo camino.
Arcos de cello para bajos eléctricos.
Vómito de frases que sólo dos personas en este mundo pueden entender. Y, ahora, bajemos a tierra.
Ayer 15 de julio de 2025 asistí a uno de los conciertos más maravillosos que he visto en años: Beth Gibbons presentaba en Madrid su primer trabajo en solitario, Lives Outgrown (Domino, 2024). Un disco que ha resultado ser el primer álbum completamente a su nombre tras sesenta años sobre la faz de la tierra (Exeter, UK, 1965). Una artista que ha editado poco, muy poco: si contamos los álbumes de Portishead, su obra discográfica suma únicamente siete discos.
Ahora bien: sólo uno de esos discos bastaría para apuntalar una carrera y encumbrar a nuestra querida Beth, ese pequeño cuervo rubio, al estrellato indiscutible de la música.
Lives Outgrown desgraciadamente no va a tener el impacto que tuvieron cualquiera de los discos de Portishead (no olvidemos que éstos, junto a Massive Attack o Morcheeba dieron forma a un nuevo estilo, el trip-hop), pero me atrevería a decir que estamos ante el más arriesgado, más oscuro y más orgánico de todos sus discos. Me gustaría mirar por un agujerito y conocer qué desarrollo compositivo tuvieron estas canciones, qué recorrido tuvieron desde su forma más primigenia hasta lo que quedó finalmente plasmado, porque es increíble escuchar el número de texturas, de capas, de voces, de atmósferas, que pueblan cada canción.
No en vano, el primer trabajo en solitario de Beth Gibbons está considerado como «pop de cámara», por el uso exhaustivo de cuerdas, violines, arreglos orquestales.
Lo más maravilloso es que lo llevan al directo de forma idéntica al disco (mención especial aquí al fantástico sonido del festival).
Los músicos hacen, en todo momento, un trabajo sobresaliente: profusión de instrumentos (atentos a Howard Jacobs, ese personaje que parece arrancado de las Highlands escocesas), elecciones arriesgadas, instrumentos acústicos, coros y silbidos… en fin: una puta maravilla, un regalo para los sentidos.
Pero, como todo en este convento, nada es gratis: debes estar dispuesto a entrar en ese mundo oscuro que la cantante nos presenta. Y es que siempre he pensado que la geografía moldea qué música haces.
Porque, de la misma forma que un caribeño hace música vibrante y sudorosa, un inglés no puede hacer otra cosa que música llena de gotas de agua, de niebla, de atardeceres rápidos y amaneceres perezosos.
Y, como suele ocurrir con esos discos que devoras hasta la extenuación, quizá sea momento de dejarlo reposar un tiempo. Que todo se asiente, que las heridas cierren y que el silencio madure. Que la próxima vez que lo escuche el dolor que sentí se haya convertido en un dolor antiguo.
Porque, como ella misma nos canta en Lost Changes:
Time changes
Life changes
Is what changes things
We’re all lost together
We’re fooling each other… we try but we just can’t explain
Permitidme que os comparta una de las últimas canciones que hizo en el bolo (no sé ya si estoy hablando del disco, del concierto, de la ruptura, o de la puta madre que lo parió a todo). Y un último apunte: creo que es el concierto donde más ovación y aplausos más largos ha habido: por momentos parecía más teatro que música en directo. Por cierto: qué gusto de público tan educado… atentos al silencio que se aprecia en la canción:
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